Comparecencia del Dr. Germán Aller a la Comisión de Codificación y Legislación del Senado el 25 de abril de 2017...

administrador [

...PARA OPINAR SOBRE EL PROYECTO DE DEROGACIÓN DEL DELITO DE ABUSO DE FUNCIONES (art. 162 CP)

SEÑORA PRESIDENTA.- Habiendo número está abierta la sesión.

(Son las 14:39).

Dese cuenta de los asuntos entrados.

(Se da de los siguientes).

«Informe remitido por el doctor Germán Aller, Catedrático del Instituto de Derecho Penal de la UdelaR sobre la derogación del delito de abuso de funciones. (Enviado en el día de hoy por correo electrónico)».

(Ingresa a sala el catedrático del Instituto de Derecho Penal de la UdelaR, doctor Germán Aller).

SEÑORA PRESIDENTA.- La Comisión de Constitución y Legislación tiene mucho gusto en recibir al catedrático del Instituto de Derecho Penal de la UdelaR, doctor Germán Aller, que ha sido invitado para dar su opinión sobre el proyecto de ley de derogación del delito de abuso de funciones.

Como usted sabe, en la discusión del Código Penal, que está teniendo lugar en la Cámara de Representantes, se previó que el delito de abuso de funciones fuera suprimido, pero no tenemos todavía la redacción del nuevo Código Penal. Allí hay todavía una discusión importante. Ahora ha existido una iniciativa aquí, en esta cámara, en el sentido de derogar o eventualmente cambiar el delito de abuso de funciones, por lo que le hemos pedido su opinión al respecto.

De manera que con mucho gusto le ofrecemos la palabra.

SEÑOR ALLER.- Muchísimas gracias por recibirme. Para mí siempre es un inmenso honor comparecer aquí.

Envié una documentación por escrito que, en realidad, es la actualización de lo que informé en la Cámara de Representantes en el año 2003. Obviamente, han pasado muchos años, muchas cuestiones, pero considero que desde el punto de vista técnico, jurídico y científico sigue radicada la misma cuestión y posición predominante. Con esto no estoy diciendo que sea unánime porque siempre hay espacios o personas que no están de acuerdo con eso y, aunque no las conozco, entiendo que puede haber juristas que crean que esta figura debe mantenerse. Concretamente sé de algunos casos. En general, ha habido una mancomunión por la derogación de este tipo penal.

El informe lo ajusté a nuestros tiempos, lo retoqué, pero me pareció interesante hacérselo llegar. Tiene una serie de aspectos históricos que en este momento no voy a abordar para no quietarles tiempo. Este no es un delito nuevo, sino uno de larga data. El problema es que siempre creó inconvenientes –tanto en el siglo XIX como a lo largo de todo el siglo XX– y se acentuaron en las últimas décadas. Aclaro que estoy hablando concretamente de Uruguay, y no hay muchos otros países que lo tengan porque la mayoría lo han eliminado. Creo, sin temor a equivocarme demasiado, que una figura parecida a esta –porque no es igual– no la mantienen más de quince países en el mundo. Este hecho no nos obliga en absoluto a eso, pero nos da una pauta de que no se trata de una figura in crescendo, sino más bien feneciendo.

En lo que tiene que ver con la parte histórica, no quiero detenerme mucho, pero sí voy a hacer una muy breve mención a ella, aunque no en cuanto a los detalles pues ya los poseen los señores senadores en el informe que les presento con todo gusto y que, además, está publicado.

Desde el punto de vista histórico, me voy a detener en sus orígenes. Aclaro que me refiero al siglo XIX, mucho antes del fascismo; y al fascismo esta figura le encantó porque le servía.

SEÑOR MICHELINI.- ¿Viene de la inquisición?

SEÑOR ALLER.- No, porque no la necesitaba.

(Hilaridad).

–Aclaro que tampoco la requería la dictadura. Son de esas figuras que los regímenes autoritarios pasan por encima. Entonces, es un bache en la democracia. Hay que entender que fue creada en aquella época remota del siglo XIX y nos planteaba muchos inconvenientes; en ese entonces se hablaba de abusos innominados, diferenciándolos de los nominados.

Actualmente el texto no dice eso, pero el tipo penal en sí, la figura que describe la conducta, pese a todo era mejor que la que tenemos ahora, aunque igualmente inadmisible. Fue pasando el tiempo y hubo mayor precisión legislativa. Se llega al modelo de Arturo Rocco, quien estaba vinculado al fascismo –nadie puede poner en tela de juicio su calidad como penalista–, y pone este delito haciendo los buenos oficios para su hermano Alfredo Rocco, que era guardiacivil, una especie de ministro de gobierno. Me estoy situando en el régimen de il duce, cuando Mussolini en el año 1930 todavía no había expresado plenamente lo que luego sería la hecatombe del fascismo; todavía tenía un cierto arraigo popular, había llegado por las urnas. En esa situación se le quiere dar al Estado –es por eso que hago esta historia– una gran fuerza; se quiere mostrar un Estado sumamente sólido y fuerte, que unificase a Italia. Dentro de ese Estado y en lo penal, para acotarme al punto, aparecen con fuerza figuras delictivas –laterales a esta– como el desacato, el atentado, una gran protección al funcionario público, una serie de expresiones que condecían con lo que luego acontecería en esa Italia, ya en términos de total autoritarismo, dictadura y, de hecho, crímenes atroces. Va preparando el terreno. Y lo malo de eso –lo quiero subrayar– es que se hace dentro de un sistema inicialmente democrático.

Por eso es que quiero plantarlos con el siguiente principio: evitemos las expresiones de autoritarismo dentro de la democracia. De ninguna manera estoy comparando lo que pasó en Italia con lo que pueda pasar en Uruguay –y sería un agravio para todos los uruguayos–, pero los juristas debemos tener siempre memoria y cautela, debemos tener jurisprudencia, que etimológicamente significa «la prudencia de lo justo». En ese sentido, si nosotros preservamos figuras que se tornaron francamente expresiones de autoritarismo, de alguna manera mantenemos ese autoritarismo y, a mi modo de ver, como técnico, esto nunca puede visualizarse desde la perspectiva de los colores políticos. Lógicamente, el legislador tiene aspectos que son políticos– porque por eso la gente los ha elegido–, pero los técnicos, aunque votamos como cualquiera, debemos ser y somos asépticos en esto.

Han pasado distintas administraciones y el primer proyecto que me viene a la memoria y creo que el primero en Uruguay –por un estudio que hice hace años– fue el de 2003. Se plantearon dos posibilidades que traigo a colación porque hoy puede surgir el mismo debate. Una posibilidad era la derogación lisa y llana. Huelga decir que soy absolutamente partícipe de la eliminación radical, completa y total, tal como lo propone el proyecto que he leído, que es el mejor proyecto del mundo porque dice algo bien claro y nítido: «derógase el artículo tal». Este proyecto es magnífico, porque es tajante, concreto, claro y elimina un problema que Uruguay viene arrastrando allende los partidos políticos. En esto –y en todas las cosas que voy a decir sin colores políticos, que como cualquiera los tengo– me parece que hay ser justos en la historia. Este es un delito que se utiliza desde hace tiempo y con esto no hablo mal de los jueces uruguayos que promedialmente son excelentes. Es más, la justicia uruguaya no ha colapsado, porque tenemos buenos funcionarios judiciales, buenos jueces, buenos fiscales y también buenos abogados…

SEÑORA MOREIRA.- Y políticos.

SEÑOR ALLER.- Bueno, yo me refería al sistema operativo, pero vamos a agregar que también tenemos los mejores políticos de Latinoamérica, que es algo que francamente creo.

Lo que quiero señalar es que no podemos visualizar esto como lo que comúnmente se denomina en nuestro ámbito «juicios paralelos», es decir el juicio que se puede hacer desde lo mediático, desde la prensa, donde sale a la palestra el eventual acto de corrupción de una persona de determinada fracción política o partido. Entonces, cuando alguien propone la derogación, automáticamente y en forma sistemática el del bando contrario no la quiere porque, o bien piensa que de esa manera puede tener algún tipo de rédito, o –para no pensar solamente en términos mezquinos– cree que es lo justo. Lo cierto es que ahora, después de tantos años de experiencia desde el 2003 a esta parte, hemos visto que esto es una espada de Damocles que ha caído sobre gente de todos los partidos políticos. Eso nos permite visualizarlo hoy de una manera clara e inequívoca. Hace poco vi una entrevista que le efectuaron al senador Michelini en la que exponía de manera muy gráfica algo de lo que yo quiero decir, por lo que me remito a sus palabras. Expresó que en una época sostuvo una posición opuesta, pero la reconsideró y cree que corresponde hacerlo de otra manera. Ahora bien, ¿corresponde hacerlo en beneficio de determinados ciudadanos? Como jurista, mi respuesta inequívocamente es que no. Ninguna ley debe hacerse a nombre propio; por lo menos eso es lo que aprendimos todos los que pasamos por la Facultad de Derecho. No se puede legislar a nombre propio, es decir para una persona y en su beneficio. No estamos hablando de beneficiar sectores vulnerables –eso es otro tema–, me refiero, repito, a nombre propio.

Observamos que en la práctica, por deformación de aquel fascismo, se utilizaba esta figura precisamente para marcar sus opositores y esto de alguna manera se fue trasladando a nuestro sistema: la imagen de una conducta que en realidad, en lo cotidiano, es muy raro de encontrar en un funcionario ignorado o desconocido, en el sentido de que se tipifique.

¿Cuáles trascenderán o llegarán a la justicia? No es porque el juez no lo impute, sino porque no le llegan las actividades de un funcionario, de cualquier entidad, que atienda en la baranda y que eventualmente cometa estos actos arbitrarios con el medio comisivo, que sería el abuso de las funciones. Eso pasa todos los días en Uruguay.

Quiero advertir lo siguiente. En muchas ocasiones hay un acto abusivo o arbitrario –que no es lo mismo, prefiero utilizar las dos expresiones porque a veces se confunden–, que no son delito pero ameritan infracciones administrativas, que pueden ser incluso muy graves al punto de conllevar un sumario y a partir de este derivarse la destitución. Sin embargo, no hablamos de delito, sino de un problema de índole administrativo sumamente grave, pero que no es delito.

Como un opuesto podemos tener conductas delictivas que no impliquen abuso de funciones. De hecho, tenemos una buena nomenclatura jurídica en el Uruguay –hay que mejorarla; el proyecto de ley del código penal está bien orientado en ese sentido y se puede mejorar más todavía– donde figura el delito de fraude, dos formas de cohecho, la concusión, el soborno, que es una tentativa elevada al rango de delito autónomo.

Me permito discrepar frontalmente con la idea de que si se deroga el delito de abuso de funciones se pierde una herramienta para luchar contra la corrupción –con el respeto que me merecen las opiniones–, porque de ninguna manera lo comparto. Además, es un delito residual. No hay manual de derecho penal que no lo tenga –no digo nada a nombre propio–, o sea que en cualquier manual estándar de derecho penal se verá esta figura.

Como una forma más coloquial hemos utilizado siempre la expresión «un cajón de sastre» –no se usa mucho la expresión, porque no hay muchos sastres–, un lugar donde se guarda todo aquello que va sobrando. Nos referimos a un tipo penal abierto –en el trabajo que les presento doy una serie de explicaciones y no quiero ahora resultar tedioso– que significa que, en definitiva, no está cuál es verdaderamente la conducta criminal o la que se quiere incriminar.

El señor senador Michelini aludió al tema en una entrevista al referirse a la prueba. En mi caso, más que por la prueba lo tomo por el lado de que el tipo penal no está bien descrito. Son enfoques distintos. El problema es el mismo, pero se puede decir de una manera o de otra.

Lo que no sabemos –me refiero a los operadores del sistema penal– es qué es eso, cuál es el delito, y termina siendo un delito con nombre propio.

Cuando a una persona –como lo digo en abstracto no acuso a nadie, pero técnicamente también actúo amparado por el artículo 28 del Código Penal, en cumplimiento de la ley y, por mi profesión y oficio, debo decir lo que considero correcto–, al funcionario público, no se le encuentra ningún delito, entiéndase fraude, concusión, cohecho o cualquier otro de los ampliamente previstos en nuestra frondosa y quizás hasta excesiva legislatura –como omisión contumacial de los deberes del cargo–, pero se quiere a toda costa criminalizarlo, el abuso de funciones es casi imposible que no esté. ¿Por qué? Porque el abuso de funciones es una conducta en la que el abuso es el medio y no el fin. En realidad, el fin es otro, es llevar a cabo un acto arbitrario, defecto de la redacción de Irureta Goyena, heredado del código italiano. El común de la gente se refiere al abuso de funciones como delito, porque lo dice el nomen iuris o el título, pero el verdadero delito es la comisión de actos arbitrarios. Los abusos –lo dice el código– son los medios, el «a través de», el que con abuso de su función lleva a cabo actos arbitrarios. Quiere decir que el núcleo, digamos, del tipo penal es un acto arbitrario.

El acto arbitrario puede ser arbitrario pero justo y, entonces, tendremos una falla administrativa, pero no un dolo desde el punto de vista penal y no podría imputarse como delito. Distinto es el cohecho o el fraude, donde sí la estructura es correcta, acertada, está cerrada y nos permite identificar perfectamente la conducta con la intencionalidad del individuo. Eso es, quizás, lo que el señor senador Michelini –muchas veces citado hoy– refería con relación a la prueba, es decir, ¿qué alcanzaría con probar? Lo único que tenemos que probar es que un funcionario sea funcionario público –lo cual es harto fácil, porque alcanza con ver si es designado o no– o si actúa en los hechos, porque el Derecho Penal no requiere que el individuo esté investido como tal, sino que actúe como funcionario público, ya que el de hecho es abarcado por el Derecho Penal. Asimismo, se requiere que objetivamente ese funcionario cometa un acto arbitrario, es decir que salga de los parámetros del cargo, con lo que el medio es el abuso. Es verdad que al tipo subjetivo, es decir al dolo, en este artículo 162 igual lo requerimos, pero se trata de un dolo sumamente liviano, porque con ese hecho objetivo y el mero conocimiento, conciencia o voluntad de que lo que está haciendo está por fuera de su reglamentación –ese es otro problema porque puede cumplimentarse con disposiciones de bajo rango– ya alcanzaría para tipificar el delito, lo que no nos parece ajustado a Derecho. El Derecho no debe transformar eso que puede ser, eventualmente, una falta administrativa o, quizás nada, en una situación directamente delictiva. Al tratarse de un tipo abierto quiere decir que no se describe cabalmente cuál es la conducta criminal, lo que trae como consecuencia –al modo de entender de la gran mayoría de los operadores del sistema penal o, más bien, de los estudiosos y académicos que hemos trabajado o escrito sobre el tema, con la aclaración de que esto no lo digo en demérito de los demás, pero sí para destacar nuestra preocupación por el asunto– a concluir que se trata de un tipo inconstitucional.

Se ha argumentado que la Suprema Corte de Justicia, con ninguna de sus integraciones, en los no tantos casos en que se planteó, dispuso la inconstitucionalidad. Tengo el mayor de los respetos y en algunos casos mucho cariño y admiración por los otrora integrantes de ese organismo y también por los actuales, pero aclarada esa parte esto no significa que uno necesariamente esté de acuerdo. La discordancia de ideas no afecta en absoluto el respeto que nos merecen esas personas en todo sentido, incluido el intelectual. Pero lo cierto es que la Suprema Corte de Justicia nunca ha entendido en las casaciones que se trata de una inconstitucionalidad, pero debo advertir que históricamente el organismo ha tenido cambios en otras materias en las que había entendido que algo era constitucional y luego sostuvo lo opuesto. También debemos tener en cuenta que la jurisprudencia no es ley, y la casación es jurisprudencia, no ley. El hecho de que la Suprema Corte de Justicia no decrete la inconstitucionalidad en algún caso no quiere decir que los estudiosos no podamos seguir sosteniendo, con argumentos igualmente respetables, que se ha incurrido en inconstitucionalidad. Esto es así porque es abierto y se violenta el principio de legalidad establecido en el artículo 10 de la Constitución de la República. Asimismo, se violenta otro aspecto fundamental que tiene que ver con el artículo 7.º de la Carta –tan conocido por todos–, que consagra el derecho a gozar de la vida, de la propiedad, del honor, de la libertad, del trabajo, de la integridad física, etcétera. Como régimen de excepción a la cláusula de reserva la Constitución establece que esos derechos solo pueden ser limitados por razones de interés general. Esa cláusula es programática, muy abierta y de difícil interpretación, pero queda claro que una conducta de tan bajo tenor como esta, a nuestro modo de ver, violenta ese artículo 7.º.

De todas maneras, la Suprema Corte de Justicia, hasta el día de hoy, no lo ha entendido así. Aunque ese argumento ha sido uno de los más fuertes para no derogar el tipo penal, sí podemos decir –y en esto nos sentimos cómodos, por tratarse el Derecho Penal de nuestra materia específica– y sin perjuicio de que la Constitución tiene que ser aplicada de todas maneras, que con ello se violentan principios penales irrenunciables y consagrados en la ley penal. Uno de esos principios es el de legalidad, que es el mismo constitucional. El principio de tipicidad, es el que refiere a que la conducta no está cabalmente descrita, lo cual es fundamental, porque es lo que puede motivar al sujeto, al ciudadano, a ajustarse o no a la norma de Derecho, ya que si el individuo no la entiende va a resultar difícil que se ajuste a ella.

Sin duda, el principio de significancia y el de relevancia penal no son lo mismo, pero los voy a explicar juntos. En ese sentido, no cabe el menor atisbo de duda de que al ser residual es una conducta de baja intensidad como delito; el hecho de que se presente en el ámbito social, mediático o comunitario como una conducta grave no tiene fundamento alguno en el plano jurídico, excepto la modificación que se introdujo con la ley anticorrupción –que si no me falla la memoria es del año 1998– y a nuestro modo de ver en forma totalmente desmedida, se modifica la pena y se eleva a tres años. En esa hipótesis se torna un delito no excarcelable y ahí sí grave, pero grave artificiosamente. Creo que este delito fue tipificado pensando en nuestro código –no en el del siglo XIX– con un modelo fascista, desde la concepción de un Estado fuerte que quería mostrar su poder para unificar aquella Italia, pero Uruguay no tiene nada que unificar. A los uruguayos en todo caso nos separará el fútbol y alguna cosa más, pero creo que en resto de las cosas nos sentimos bastante unidos. Nosotros no necesitamos unificarnos con leyes penales autoritarias. El mensaje de la ley penal tiene que ser de pacificación y no de guerra o combate. Entiendo que no puede ser un instrumento de eventuales pugnas o disputas cuasi políticas o mediáticas.

Otro de los argumentos fuerza que se han utilizado para cuestionar la derogación es que pueda beneficiar a personas que hoy se encuentren involucradas en indagatorias o investigaciones. Por supuesto que no daré nombres, pero se trata de las que todo el mundo conoce y las que a veces la gente no conoce. Es cierto que se beneficiarían, pero lo voy a decir de otra manera: no conozco ningún caso de la historia del Uruguay en el que se haya imputado el abuso de funciones y que haya sido justo. En todos los casos fue una injusticia aunque la ley la consagrara. Es la vieja discusión de si todo lo legal es justo. Vasile Stanciu, un húngaro radicado en Francia desde hace muchos años –para no hablar de uruguayos– decía con toda razón que ni todo lo legal es justo, ni todo lo justo es legal. Eso quiere decir que nuestra disputa entre legisladores y técnicos siempre busca aproximar la ley a la justicia. No se trata de una justicia divina o de una justicia del mundo de la naturaleza porque la naturaleza no es justa; en realidad, se persigue un ideal de justicia, diría que un ideal antropológico o para las personas. Son ideales de justicia y muchas veces no sabemos qué es lo mejor, pero en este caso sí. Considero que la derogación es de rigor. Uruguay vive un momento excepcional para poder hacerlo y que potencialmente hay voluntad política. Hemos tenido dos situaciones en momentos políticos distintos donde esto se frustró. En algún momento se propuso la modificación –que era la otra opción– en lugar de la derogación estableciendo una referencia subjetiva para incrementar esta idea del dolo y reducir la pena, aunque se hizo lo opuesto. A mi modo de ver, honesta y modestamente –pero sobre todo honestamente– creo que no se trata de modificar lo que está mal sino de eliminar lo que entendemos que está mal, sin distinción de partidos políticos. Se dice que eso puede beneficiar a algún partido, pero me retrotraigo y pienso en el agravio brutal de injusta condena que sufrió, por ejemplo, el contador Braga. Quiero ser claro en que no lo digo por el partido político al que pertenecía, sino porque murió y porque no tengo la menor duda de que esa condena absolutamente injusta incidió en su muerte, como quedó claro para la justicia uruguaya luego de que se hicieran otras pericias. Hablé de ese episodio para no dar nombres de personas vivas que pertenezcan a distintos partidos políticos, pero podríamos mencionar uno a uno los casos en los que han ocurrido situaciones como esa en cada partido político. Creo que la justicia no debe verse enfrentada a resolver circunstancias que para el Derecho Penal son nimias, aunque puedan resultar graves para el Derecho Administrativo.

La respuesta a este tipo de abusos o arbitrariedades la da mucho mejor el Derecho Administrativo sancionador que, por cierto, sanciona y de manera dura. Digo esto porque, para muchos ciudadanos, una condena penal de unos meses –eventualmente sin reclusión– será una sanción menor que la destitución. Es decir que en sede administrativa tenemos más respuesta.

Para cerrar –creo que el trabajo es mucho más elocuente que lo que les estoy relatando; simplemente he hecho una especie de síntesis de ideas–, quiero decir que desde el punto de vista técnico es un tipo penal abierto, lo que lo coloca en inconstitucional.

Si se fuese por la tesis de que se trata de un tipo no abierto, parcialmente en blanco –es decir una disposición penal imperfecta, incompleta, como se lo define–, el espacio que le falta debe ser rellenado con disposiciones de otro orden. En este caso, podemos citar lo que desde tiempos muy pretéritos decían gente como Adela Reta, Milton Cairoli y distintos juristas renombrados de nuestro país siguiendo a un sinfín de autores internacionales. Estos autores nacionales consideran que cuando los tipos parcialmente en blanco o en blanco son llenados con disposiciones jerárquicas de inferior nivel, o sea que no tienen rango de ley –como suele suceder en el campo de la administración, donde para saber si hubo abuso de funciones se recurre a reglamentos–, estamos frente a algo inconstitucional. La Corte uruguaya no lo considera, pero los autores, tanto nacionales como internacionales, sí.

Es decir que todos los tipos parcialmente en blanco –no solo este– en que debemos recurrir a otra disposición que no es de rango legal, por definición, son inconstitucionales.

Otro aspecto no menor desde el punto de vista técnico es que es un delito de peligro y no de daño; no requiere la efectiva afectación directa a la Administración Pública. Es verdad que hay una tendencia internacional –en Uruguay se ve en algunas disposiciones, sobre todo en el tema del lavado de dinero o cuestiones por el estilo– a refrendar este tipo de leyes que consagran tipos penales abiertos, en blanco, de peligro. En lo personal, no concuerdo con esas situaciones, pero no es de lo que hoy estamos hablando. Tenemos una bien clara, bien uruguaya; no es un contrato de adhesión, no le debemos nada a nadie con esto; ni el FMI ni el BID tienen incidencia en cuanto al abuso de funciones. Como bien ha dicho Zaffaroni en Argentina, el mayor peligro de los tipos de peligro es que son peligrosos. Me parece una forma muy sensata de explicar al ciudadano por qué no tener delitos de peligro o aceptarlos en su mínima dimensión y que sean de peligro concreto, es decir que quede claro que está en juego la vida, la integridad física o determinado aspecto económico de Fulano de Tal. No puede haber generalidades. En el caso de abuso de funciones, los señores senadores podrán observar que, en realidad, es la abstracción total.

Para terminar, me propongo utilizar el mejor de los argumentos de por qué no tiene que ser delito: porque lo dice el código. El código es el que dice que no debe ser delito y muchos se preguntarán cómo puede ser si el código lo consagra. Simplemente porque está mal.

En la redacción actual, el artículo 162 tiene como nomen iuris: «Abuso de funciones en casos no previstos especialmente por la ley» y luego describe una conducta que nadie ha logrado saber en qué consiste.

Si es delito lo que no está establecido por ley como delito, hablando en español, ¿qué justificación tiene para ser delito? Desde el punto de vista idiomático, si se nos dice que va a ser delito aquello que no esté especialmente previsto como delito, en realidad se nos está señalando que todo aquello que ustedes –señores senadores y legisladores en general– no han entendido que deba ser delito es porque consideran que no lo debe ser. Sin embargo, aparece una figura del delito del no delito, que es el abuso de funciones, según el artículo 162. Este problema no lo tenemos con el resto de los delitos contra la Administración Pública. El proyecto de Código Penal cuya discusión está por comenzar, como señalaba la señora presidenta, lo elimina; no sé si el proyecto será aprobado o no, pero por lo menos sirve como doctrina. Hasta donde yo recuerdo, las cátedras hemos sido monocordes en los informes, a pesar de que estamos integrados por gente de todo tipo de partidos políticos y credos religiosos; somos la heterogeneidad hecha persona y tenemos una gran diferencia de ideas en muchas cosas, pero ha habido un común denominador que es la derogación del abuso de funciones.

Creo que a esta altura sería fabuloso que el Poder Legislativo uruguayo eliminase esta figura, independientemente de si beneficia o no a alguien porque, en realidad, ello sería en beneficio de todas las personas que injustamente hayan sido condenadas por este tipo penal.

Quedo a disposición de la comisión para responder las preguntas que se deseen formular.

SEÑORA PAYSSÉ.- La exposición que ha realizado ha sido más que elocuente y, además, he tenido oportunidad de leer el informe y sus conclusiones. Sin embargo, me queda una duda que, quizá, sea de trámite.

El artículo 162 tiene menciones en los artículos 163-TER, 163-QUATER y en el 177. O sea que de eliminarse esta norma quedarían automáticamente eliminadas también las disposiciones que hacen referencia a ella. ¿Bastaría solo con la derogación o habría que hacer algo con esos artículos que lo mencionan? Formulo esta pregunta para tener certeza al respecto.

SEÑOR ALLER.- Efectivamente, señora senadora. Una disposición inexistente no puede surtir esos efectos. Digo esto, por otra razón: la modificación de los otros artículos va implícita con la derogación de este. Por lo tanto, creo que es conveniente no modificar los otros para no alterar a esos tipos penales a los que se hace referencia.

En definitiva, la mera derogación de este artículo deja sin efecto todo lo atinente a él.

Distinto es lo que conocemos como la ultractividad de la ley penal. Pensemos en una ley penal derogada por la razón que fuera, ya sea por la sanción de un nuevo código o de una nueva ley. El hecho de que una ley vigente se remita a la pena de ese artículo –llamada ultractividad–, esa pena renace y se aplica al caso concreto. Esto ocurrió en Uruguay hace mucho tiempo con la vieja construcción del delito de contrabando y se recurrió a la pena del hurto del código de 1889. De todas maneras, este no es el caso que nos ocupa en el día de hoy. Reitero que esa sería una hipótesis de ultractividad que no se daría aquí.

SEÑORA EGUILUZ.- En particular, quería consultar sobre el efecto que tendría la derogación en los casos actuales, pues está claro que no se aplicaría para el futuro. Creo que ello forma parte de la discusión que el propio visitante planteaba como uno de los argumentos de lo efectivo que sería la derogación en estos casos.

También me gustaría conocer su opinión sobre cómo juega esto en materia de corrupción y de algunos delitos que, en definitiva, todavía no han sido tipificados, ya sea porque se encuentren a estudio o porque han sido presentados como proyectos, tal es el caso de la iniciativa referida al enriquecimiento ilícito y otro tipo de situaciones. Quisiera saber qué valoración hace frente a un cambio de las reglas de juego en este sentido.

SEÑOR ALLER.- Es muy adecuada la inquietud que plantea la señora senadora.

La derogación del abuso de funciones –tal como dije antes, y ahora lo traigo a colación para ajustar algunos detalles– no elimina herramientas para contrarrestar o tratar de paliar o luchar contra la corrupción porque, en realidad, se trata de una conducta que a nuestro modo de ver nunca debió ser delito y nos estaría mostrando un problema, más que de corrupción, de índole administrativo, no penal. Por lo tanto, nunca podríamos sostener que el Derecho Penal se va a ver afectado por ello. Esto lo decimos como una aseveración madre.

Sin perjuicio de ello y apuntando al terreno específicamente señalado por la señora senadora, quiero decir que Uruguay puede legislar –y está dentro de la dinámica lógica del Derecho Penal– sobre nuevas figuras en procura de lograr una mayor eficiencia y eficacia, pero desde ya advierto que no tenemos un problema de falta de disposiciones penales para la lucha contra la corrupción. Tenemos un decálogo que se puede actualizar y mejorar, no somos pétreos en ese sentido. Pero ciertamente no tenemos una mala legislación para el tratamiento de la corrupción. Incluso, lo que se denominaría enriquecimiento sin causa, figura harto criticada en muchos países que la han establecido –no es el tema específico, pero lo trato con mucho gusto– ya está contemplada, absorbida por otras figuras delictuales. El enriquecimiento sin causa probablemente provenga –hay que analizar cada caso– de fraudes, cohechos, concusiones, es decir, de otras conductas, hasta eventualmente de delitos de peculado, el equivalente a la apropiación indebida por parte del funcionario público. No creo que Uruguay necesite crear el tipo penal de enriquecimiento sin causa, pero si quisiese hacerlo no alteraría en nada la cuestión de la derogación del abuso de funciones. Y agrego más; es una aseveración coloquial la idea de que el abuso de funciones es un delito de abuso de poder. No; el abuso de poder es otra cosa. Y hay países que tienen consagrado el delito de abuso de poder con un tipo penal específico, acotado, efectuado de otra manera, no abierto sino cerrado. Se trata del abuso de poder y se especifica en qué consiste. El abuso no es el medio sino el fin. Sin embargo, muchos veces a este delito se lo ubica, se da a entender o la gente –incluso de derecho– lo interpreta como que es un delito de abuso de poder, y no es así. El medio abusivo es para llevar acabo un acto arbitrario del cargo. No es estrictamente el concepto de abuso de poder que podemos asociar con una persona de gran influencia económica en el país o lo que fuera. No es el caso. Originariamente el delito de abuso de funciones fue construido para atrapar a funcionarios de baranda, y se lo ha elevado al rango de parecer un súper delito, pero no condecía con la pena que tenía, que era ridícula. Entonces, se incrementó la pena, pero no se observó que la letra seguía refiriéndose al individuo que desvirtúa el uso de las hojas para la impresora y que en lugar de utilizarlas para una cosa, lo hace para otra. No es peculado, no las usa para que sus hijos dibujen, sino que las traslada de un lado a otro. El verdadero delito de abuso de funciones –para que los señores senadores observen lo nimio que es– sería que el funcionario, viendo que va perder insumos de oficina, por ejemplo, máquinas de grapas –porque lo correcto es grapadoras–, fotocopias, etcétera, junta papel, acopia, no se lo apropia, pero desvirtúa la función del momento, y luego lo utiliza en la tarea. En ese caso ha llevado a cabo un acto arbitrario, abusando de su función. Pregunto –y no espero la respuesta–: ¿podemos tipificar eso como un delito? A lo sumo el jerarca reprenderá al funcionario diciéndole que no utilice las hojas para eso. Ese es el verdadero concepto del abuso de funciones.

Esto me hace acordar al Teorema de Thomas, que dice que una falsedad repetida muchas veces no es cierta nunca pero produce efectos verdaderos. En un libro llamado Unadjusted Girl de 1923 o 1925, William Isaac Thomas escribe, con toda razón, que cuando se repite algo muchas veces, aunque no sea cierto, finalmente la gente lo cree como si lo fuera y produce efectos verdaderos.

No afectaría en nada la creación de un delito de enriquecimiento ilícito, sin causa. Si se llega a generar ese tipo penal, a mi modo de ver nada tiene que ver con esto.

No sé si he dejado algún punto sin responder, pues eran varios.

SEÑORA EGUILUZ.- La consulta que realicé sobre el efecto de la derogación en los casos actuales.

SEÑOR ALLER.- Los casos actuales cesan, o no –como dicen los mejicanos, primero una afirmación y luego una negación–, porque quizás nos lleve a revisar si no estamos ante algo mucho más grave como, eventualmente, un delito de fraude. Entonces, la propia Justicia puede actuar con mucho más rigor. Si entendemos que hay conductas criminales, busquemos las verdaderas: fraudes, concusiones, peculados, etcétera. No es el cajón de sastre el lugar donde vamos a atrapar lo que no hay. Vamos a buscar lo que hay que buscar. De todas maneras las causas incoadas –sean las que se estén investigando o indagando o los casos en los que haya procesamientos–, las causas que permanezcan produciendo efectos, como es lógico, decaen –el 100% de ellas–, inequívocamente. Es correcto afirmarlo y que acontezca. No es un riesgo que corremos sino algo que celebraríamos.

SEÑOR CAMY.- El doctor Aller ha sido muy contundente, como suele serlo. Al inicio de su exposición dijo que era casi unánime la posición en el ámbito catedrático pero que tenía conocimiento de que había algunos juristas que tenían una opinión contraria. ¿Cuáles son los argumentos que sostienen esas opiniones, notoriamente minoritarias, que son alentadas por gente del ámbito jurídico y no político?

SEÑOR ALLER.- Son muy pocas y me cuesta explicarlas porque las detesto. El señor senador me pone en una situación harto difícil, pero el académico tiene una obligación de nobleza y de lealtad cuando enseña en el aula: la de contar que hay otras posiciones, y muchas veces tiene que defender más y mejor el punto de vista contrario a uno para que el estudiante pueda formarse con un criterio crítico. Lo que el senador Camy me solicita es lo que en ciertas ocasiones me pueden plantear algunos jóvenes, futuros jueces, fiscales o quizás legisladores. Por lo tanto, uno tiene práctica en eso y, aunque no me guste hacerlo, estoy acostumbrado y puede resultarme hasta entretenido explicarlo.

El señor senador me pone en una situación de abogado del demonio. Como los abogados somos las únicas personas que les creemos a nuestros clientes –partiendo de ese supuesto fáctico– podemos hacer este ejercicio. ¿Qué es lo que han dicho algunos, unos pocos colegas, en realidad? Que es constitucional porque la Corte lo dice, y parte del discurso se agota allí. He dicho que ese argumento no es suficiente, aunque sí muy respetable porque nuestras cortes lo son en todas sus integraciones. Eso no quiere decir que sean propietarias de la verdad. De hecho, los fallos jurisprudenciales del Siglo XIX los podemos estudiar hoy y, a la luz de estos tiempos, veremos que muchos han sido verdaderos disparates, mientras que otros, en cambio, han sido revocados o anulados erróneamente. Es la dinámica del Derecho.

De modo que un argumento ha sido lo de la constitucionalidad pero, en lo personal, no me quedé solo en este aspecto porque sé que si voy solo por ese lado, estoy perdido ya que mientras no haya un fallo que diga que es inconstitucional, no se puede derogar, y creo que hay que derogarlo.

También se ha dicho que se trata de una gran herramienta para la lucha contra la corrupción. Me parece que esa es una afirmación un tanto aventurada; un pequeño delito no puede ser una gran herramienta para la lucha contra la gran corrupción. En todo caso tendría que ser una construcción mucho más elaborada, como la figura del famoso abuso de poder que tienen otros países –advierto que no estoy sugiriendo que se legisle al respecto– o un equivalente, como tienen Paraguay o Argentina.

Otro argumento utilizado es que se trata de una manera de atrapar aquellas conductas que no estén contempladas a texto expreso –lo que es anunciado en cierta medida en el título– en el resto del código. Ese es un argumento que cae por su propio peso porque en realidad está violentando el principio de legalidad, de taxatividad de la ley y de tipicidad.

Pero, además, hay otro argumento que no es jurídico y que tiene que ver con la conveniencia: muchas veces podemos ver que son argumentos a nombre propio, algo que me parece que es tan injusto con un partido como con el otro. Por eso hoy cité el caso de una persona, ya fallecida, que en nuestro país tuvo cargos importantes, perteneciente a un determinado partido político –todos sabemos cuál, pero no viene al caso– y que la gente de Derecho sabe que vivió un verdadero calvario; es un caso del que claramente podemos decir que nos hemos equivocado en no ser más sólidos.

Creo que, desde el punto de vista académico, hemos luchado mucho por esta derogación, recibiendo no demasiado suceso. A veces hemos hablado con legisladores y exlegisladores en el ámbito privado –con muchos de ellos hemos sido compañeros de clase o amigos de la infancia–; una vez que les planteábamos el tema nos manifestaban que básicamente estaban de acuerdo con la derogación, pero no en este momento. El momento era ayer, es hoy y será mañana, porque en la medida en que continuemos esperando, se seguirán cometiendo injusticias. En verdad, no tengo más argumentos para relatar de los distinguidos colegas que sostienen lo opuesto, pues es poca y pobre su argumentación comparada con el arsenal que podríamos seguir brindando durante horas. Es mejor lo que se propone tan diestramente: deróguese, y acabemos con esto. Ya que agrandamos tanto el Derecho Penal en algunas cosas, Uruguay merece –y los juristas nos merecemos, de vez en cuando, darnos el gusto de– achicar o reducir un poco el Derecho Penal, porque la verdad es que este derecho no resuelve conflictos sociales, y conflictos políticos, de igual a menos; al contrario, se termina en una politización de la justicia que a nadie hace bien porque no transparenta.

SEÑORA MOREIRA.- Tengo varias preguntas para formular.

¿Cuántos juicios hemos tenido por este delito?

¿Por qué se utiliza una figura que está tan mal tipificada?

Sobre la operativa concreta, ¿por qué la Justicia procede tanto con un delito que viene a llenar algo que no está tipificado en la propia ley? Existe una incongruencia en el nomen iuris del delito.

En definitiva, ¿cuántos juicios ha habido y cuán importante ha sido en la historia jurídica del Uruguay el uso de este delito? ¿O tiene que ver con la politización de la que se habla? ¿Acaso esto va aumentando a medida que la justicia adquiere mayor relevancia como actor político?

SEÑOR ALLER.- En cuanto a las cantidades, es una información objetiva que se puede obtener del Instituto Técnico Forense. No puedo dar cifras; mentiría si lo hiciera. Si puedo brindar parámetros comparativos de lo que pasa con otras cuestiones.

Es un delito de muy escasa presencia en los juzgados. Lo que ocurre es que cada vez que aparece sale en la prensa. Si lo comparamos con otras figuras como, por ejemplo, el libramiento de cheques sin fondo –que ahora se da con menos frecuencia porque se usan menos cheques– o incluso el propio hurto –un hurto que no sea muy rimbombante, que no contenga nada muy llamativo por la forma de cometerse–, debemos tener presente que el hurto –ni siquiera la rapiña– sigue siendo el rey de los delitos en todas partes del mundo, al menos en nuestra cultura. El rey, no por ser el más grave sino porque es el que se comete más. Lo que sucede es que cada vez que aparece, se destaca.

De alguna manera con esto contesto otra parte de la pregunta formulada por la señora senadora Moreira, acerca de cómo llega a la Justicia. Es un delito perseguible de oficio. Enterado por la vía que sea, el juez penal tiene obligación de intervenir. Lo que pasa es que no trasciende. En realidad, las conductas abusivas del cargo con finalidad de actuaciones arbitrarias, se dan todos los días pero no tienen ningún tipo de trascendencia. No se denuncian, no se ponen en evidencia, no lo hace la autoridad administrativa porque lo está valorando como un problema administrativo. De hecho, hace tiempo que tenemos una verdadera descriminalización fáctica, por sectores, del abuso de funciones. Lo que nos queda es el abuso de funciones para situaciones connotadas o algún caso aislado. No voy a decir los nombres, pero todos los casos que conozco –desde la vuelta a la democracia, en el año 1985– fueron mediáticos. Prácticamente no aparecían. Y anteriormente, de escasos a nulos, porque tampoco se utilizaban en el sentido de presencia política, mediática o porque el funcionario público no estuviese identificado políticamente, aunque sí se hacía por la jerarquía del cargo. Esa es otra hipótesis: a veces no todo tiene que ver con el partido que se integra, sino por la función que se desempeña. No conozco los números, pero puedo decir con absoluta tranquilidad de espíritu que son muy bajos, lo que no es bajo es la intensidad de la difusión.

Por otra parte, no creo que los delitos de esta naturaleza hayan aumentado, las que aumentaron fueron las denuncias. Por lo tanto, no creo que sea un tema de aumento. En múltiples instituciones estatales pueden apreciarse a diario conductas que no son delito. Lo que pasa es que se cometen de la manera que he señalado: en cuestiones administrativas banales, que pueden significar una sanción o un mal menor frente a un bien superior. Es decir que para asegurarse que se va a poder atender a los de la baranda, acopian papel o cosas por el estilo. Hay situaciones que uno las ve en la práctica, como aquella persona que utiliza dinero de la caja chica para pagar una cosa que es más importante. Ahí aparecería un abuso. Esa persona no se apropió del dinero, no hay peculado, no hay fraude, no hay engaño, no hay concusión. Se podría censurar desde el punto de vista administrativo el no haber cumplido con todos los pasos. Es verdad, la Administración debe ser celosa; una Administración nada permisiva puede sancionar administrativamente a esa persona, pero no procesarla, que quede con antecedentes penales o que potencialmente pueda ir presa por algo así, por un dolo que estaría concentrado simplemente en el hecho de saber que lo que está haciendo es un acto que excede a sus funciones. Pero, sin embargo, se basa en un fundamento que, en definitiva, consiste en cumplir mejor su función.

Cito estos casos porque no son los de la palestra pública, esos no van a trascender. De hecho –aclaro que esta es una opinión, pues no soy juez, no tengo vocación para serlo; colegas y amigos jueces me lo propusieron varias veces pero me di cuenta de que no era lo mío: lo mío es defender, no decidir–, si fuese juez, jamás se me ocurriría condenar a un individuo por llevar a cabo una conducta así. Para no incumplir la ley, recurriría a principios del Derecho Penal que tienen consagración legal, a través del principio de oportunidad, del principio de lesividad, de los principios de relevancia de bienes jurídicos. Entonces, en aras de esos principios, se podría incumplir con el artículo 162 y aplicar otros artículos del Código Penal, como los artículos 18 y 30. Es decir, el juez no estaría dejando de ejecutar –en el sentido de Montesquieu, anunciar con su boca lo que deja la letra de la ley–, sino que seguiría utilizando otra parte de la letra de la ley. El juez puede perfectamente no imputar ese delito en aras de principios que son también consagrados en nuestro Código Penal.

SEÑORA EGUILUZ.- Simplemente quisiera que me aclarara si este informe es de la Cátedra de Derecho Penal de la UdelaR, o es suyo. El señor Aller se ha esforzado en plantear las posiciones diferentes a la suya.

SEÑOR ALLER.- Con gran dolor.

SEÑORA EGUILUZ.- Tomé nota cuando dijo: detesta la opinión.

Entiendo que ha sido muy objetivo al trasmitir el planteo y por eso es bueno que quede claro de quién es la postura. Seguramente, vamos a recibir otras posiciones y no queremos que luego surjan inconvenientes.

SEÑOR ALLER.- Es oportuna la reflexión porque debí decirlo cuando empecé mi exposición. Pido disculpas.

Si bien integro el Instituto de Derecho Penal –soy grado 5, y dentro de poco tiempo me corresponde por rotación quedar a cargo del instituto– no considero que esté enunciando la voz de todos sus integrantes porque a veces los tiempos no dan para hacer consultas, reuniones y plantear discusiones. Sí puedo señalar –luego de dialogar con otros catedráticos integrantes de ese mismo instituto– que tenemos mancomunión de ideas en cuanto a la derogación, y si hay alguna voz que pueda oponerse –y que es muy legítima– por lo menos no se ha alzado. Por ejemplo, cuando se hizo circular la invitación, que amablamente nos hicieron llegar a nuestro instituto, se preguntó quiénes querían opinar o plantear el tema y por una cuestión de tradición fui el primero y quedé como primero y último, porque al pronunciarme yo, los demás quedaron un poco a la zaga. Es posible que haya algún otro integrante del instituto, no lo descartaría, que legítimamente sostenga lo opuesto, pero nunca lo escuché así. Es más, en un momento pretérito, en el año 2003, el instituto hizo dos informes. Uno de ellos partidario de la derogación y si bien lo escribí yo, lo firmaron otros colegas; ubíquense en tiempo y espacio, año 2003, administraciones, situaciones, casos. No puedo nombrar a todos, pero entre los que suscribieron el informe que redacté –que es más o menos este con algunas modificaciones, actualizado– figuran: Pedro Montano, Gonzalo Fernández, Raúl Cervini y otros tantos profesores. El doctor Milton Cairoli elaboró el otro informe –en aquel momento integraba la Corte– partidario de preservar el abuso de funciones. ¡Para que vean la objetividad que debemos tener los docentes! Sin embargo, pasado el tiempo –y creo no exagerar porque con Milton Cairoli me une no solo el respeto y la admiración que le tengo como penalista, sino una amistad personal, fraterna y absolutamente sanguínea– su posición es la derogación –y lo puedo decir tranquilamente– y lo ha manifestado en el proyecto de ley.

Quiere decir que, así como el señor senador Michelini reflexionó sobre unas posiciones u otras, ahí tenemos a un catedrático de fuste uruguayo, que presidió la comisión sobre un proyecto que no sé en qué quedará, pero es doctrina, por lo menos. Este catedrático, de hacer un informe contrario a lo que uno decía –podría no haberlo citado, pero lo cito–, ha pasado a compartir la opinión del resto de los integrantes de la comisión, que son representantes del Poder Judicial, jueces, fiscales, defensores públicos o de oficio, las cátedras, funcionarios judiciales y quizás alguien más que se me escapa de la memoria. Esa comisión, que no integré, llegó al común acuerdo de que el artículo 162 o equivalente –porque no iba a ser ese el número– debía apartarse y eliminarse. Creo que habla bien de las personas cuando, ante fundamentos que son sólidos, cambian de opinión.

SEÑORA PRESIDENTA.- Agradecemos la comparecencia del doctor Aller.

Se levanta la sesión.

(Son las 16:14).

Descargas